martes, 11 de diciembre de 2012

Sexo


Teníamos apenas unos doce años de vida, pero al ritmo que se vivía creo que treinta serían un millón. La guerra conservaba esa peculiaridad de que los días estuvieran contados, uno no podía pararse simplemente a pensar "Todavía soy chico, quizá cuando más grande..." uno se hace hombre en un tirón de orejas.
Salíamos por la madrugada con esperanzas de conseguir un pedazo tan siquiera de pan. Yo la tomaba de la mano y ella me miraba en silencio, con lágrimas en los ojos. Lo peor de la guerra podía olerse como carne podrida y el frío calaba los huesos - moriremos esta noche, Daniel, cuanto mucho mañana-  Comenzó a llover, nos refugiamos en una casa abandonada. El frío nos carcomía por dentro y por instinto nos abrazamos.
Sentía al hambre rugir en mi estómago y sabía que ella pronto se desvanecería. Probablemente sería la última vez que la vería...Comencé a bajar suavemente mis manos hacia su cintura, los dos sabíamos nuestro destino, nos amábamos en silencio y temblando.
Su respiración se convirtió en un elíxir en ese momento, por unos minutos me olvidé completamente del hambre y del frío, estaba completamente frenetizado con su cuerpo, la primera y última vez que lo tocaría -pensé- Temblando y enfermo de placer la desvestí y la hice mía.

Podría seguirles contando pero siento que de hacerlo perdería una gran parte de mí.

Esa fue la última vez que la vi.

La guerra, devoradora de mi templanza, asesina de mis memorias.


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